Publicaciones destacadas

Revista Ágora Internacional
De Chapultepec a las Naciones Unidas

Obtené tu revista

De Chapultepec a las Naciones Unidas.
La política de Washington y el caso argentino*
Por Mario Rapoport y Claudio Spiguel**

Mario Rapoport y Claudio Spiguel profundizan en un suceso clave para la política internacional como fue la conformación de las Naciones Unidas, poniendo el foco en las vicisitudes que caracterizó el ingreso de Argentina a dicha Organización.

Desde los años ’30, la política del “buen vecino” implementada por el gobierno de Franklin Delano Roosevelt había cambiado algunas cosas en las relaciones de América latina con EE.UU. Sin embargo, no terminó de anudar una verdadera alianza. Seymour Harris, un economista que iba a participar en el diseño del programa de reconstrucción de Europa conocido como Plan Marshall -al que los países latinoamericanos no accedieron-, lo reconocía en un texto sobre la región: “[…] a cambio de los vitalmente necesarios materiales de guerra –decía- hemos proveído a esos países de papel moneda, con dólares que han sido fabricados por nuestro sistema bancario […] En el período de posguerra tenemos la esperanza que ellos obtengan una adecuada compensación por sus recursos naturales, por su trabajo adicional y por los reducidos niveles de vida que tuvieron durante el transcurso de la guerra […] en su conjunto los Estados Unidos se han beneficiado en las negociaciones”. 1

En el mismo Congreso norteamericano se señalaba que algunos materiales estratégicos se habían obtenido al sur del Río Grande a un quinto de sus valores de mercado. A esto se agregaba el hecho de que ni EE.UU. ni Gran Bretaña habían podido aportar las manufacturas y bienes de capital necesarios a la región, lo que generaba insuficiencias de oferta y espirales inflacionarias. En la Argentina por ejemplo, hubo que utilizar cereales como combustibles, reciclar viejos productos, y enfrentarse a una seria obsolescencia en las maquinarias y equipos básicos, lo que obstaculizaba el proceso de industrialización.

Frente al lema de Roosevelt “give them a share” (démosle a ellos una parte), los latinoamericanos sentían que seguían siendo tan dependientes de Estados Unidos como antes. Sobre todo, que habían recibido muy poco a cambio de su colaboración en la guerra, y que la promesa de mantener una política de “no intervención” (a la inversa del pasado intervencionista del Tío Sam en la región) no implicaba el abandono de una presión constante para conformar un sistema panamericano bajo la hegemonía de Washington, menos aun en la perspectiva de una posguerra complicada.

A partir del conflicto bélico se intensificó la intención de ejercer un dominio financiero más completo sobre los diferentes gobiernos a través de préstamos del Eximbank, destinados, en lo fundamental, a ayudar a corporaciones de origen estadounidense frente a las turbulencias económicas existentes en los países del hemisferio (Prebisch fue a negociar sin éxito uno vinculado al plan Pinedo de 1940). Se creó una Comisión de Desarrollo Interamericano, pero entre sus objetivos figuraba el de tratar que cualquier ayuda para crear o impulsar industrias se dirigiera a líneas de producción no competitivas con las exportaciones estadounidenses. También se intentó proyectar la creación de un Banco para al región, iniciativa en la que estuvo involucrado el subsecretario del Tesoro Harry Dexter White. Pero esta iniciativa se frustró en el Congreso, donde la derecha conservadora era renuente a utilizar para estos fines fondos públicos de su país.

Hacia el fin de la guerra, al menos dos cuestiones surgían en el horizonte estratégico norteamericano.

Por un lado, la salud económica de Estados Unidos se mantendría a través de un Open World, un mundo abierto donde debía reinar el libre comercio, terminando de una vez por todas con los proteccionismos imperiales (sobre todo el británico) y nacionales, algo que resultaba netamente favorable a la primera potencia económica mundial.  Esa filosofía guiaba a Washington en la Conferencia Interamericana de Chapultepec. Como señala un memorándum del Subsecretario de Estado norteamericano al embajador en México, uno de los principales objetivos de Chapultepec debía ser el establecimiento de una Carta Económica para las Américas. En ella, las repúblicas americanas, “[debían] unirse a los Estados Unidos en la reducción de las barreras [aduaneras] para garantizar el libre flujo de circulación de comercio e intercambio”. La Carta incluiría diez puntos, entre los cuales se destacaban: la baja de los aranceles proteccionistas, la estabilización de las monedas; la eliminación del excesivo nacionalismo económico en todas sus formas; un justo tratamiento para las empresas, el libre traslado del conocimiento y del capital de un país a otro; una pronta acción para hacer operativo el FMI y el BIRD y una clara adhesión al sistema de la empresa privada. También, había algunos puntos relativos a la defensa de los derechos laborales, la seguridad social, el mejoramiento de las condiciones de vida y el desarrollo económico, pero tenían una importancia que parecía menor dentro del conjunto de disposiciones. 2

Por otra parte, comenzaría a ponerse en práctica [en Chapultepec] el tan proclamado “siglo americano” (The American Century). Ese lema fue acuñado en 1941 por Henry Luce en un artículo de la Revista Life, -que era de su propiedad, al igual que el Time-, y sentaría las bases de la política exterior norteamericana en la posguerra. 3 Para David Harvey, Luce creía que el poder conferido a los Estados Unidos era global y universal más que territorial, por eso prefería hablar de siglo americano y no de imperio. 4 El lema daba por sentado la hegemonía de la potencia del Norte en el mundo en el siglo XX.

La Conferencia Interamericana sobre problemas de la Guerra y de la Paz, que se reunió entre el 21 de febrero y el 8 de marzo de 1945 en el castillo de Chapultepec, ciudad de México, procuró afrontar estas cuestiones. Allí el gobierno de Roosevelt, a quien le quedaban dos meses de vida, pretendía consolidar finalmente el sistema panamericano, que tan costosamente había tratado de construir desde 1933. Pero se encontraba con una realidad compleja y, en algunos aspectos, diferente de la proyectada inicialmente por Washington.

Desde el punto de vista del curso del conflicto bélico, consiguió sus objetivos, logrando cumplir con los acuerdos de Yalta. Antes y durante la Conferencia, declararon la guerra al Eje todos los países que no lo habían hecho, excepto la Argentina, que no participaba. No obstante, se plantearon otros problemas. Uno de ellos era el creciente nacionalismo e intervencionismo estatal, que había ganado terreno en América latina debido a las tendencias autonomistas producidas por la gran depresión y la guerra. El caso de dos países importantes, aun cuando tuvieron finalmente la anuencia de EE.UU., ejemplifican la cuestión: la nacionalización del petróleo en México y la creación en Brasil de la Usina Siderúrgica de Volta Redonda. Ese intervencionismo de Estado había llegado para quedarse.

El gobierno de Roosevelt se encontraba entonces frente a una contradicción. El capitalismo norteamericano se había recuperado en parte de su peor crisis gracias al New Deal, que implicaba justamente una fuerte intervención del Estado en la economía y en el que se habían inspirado incluso varios gobiernos latinoamericanos (Perón lo llegó a señalar en un discurso). Pero ahora, la delegación norteamericana, compuesta también por representantes de grandes corporaciones en expansión deseosas de hacer negocios en el continente, rechazaba todo tipo de estatismo; lo consideraban un peligro para la libertad de empresa. El concepto de New Deal, que se había empleado incluso en la Conferencia de Bretton Woods, de 1944, donde se estableció el orden monetario de posguerra pretendiendo hacer de él un lema de política internacional, parecía incongruente en Chapultepec. Por lo menos, en su contenido. Los países latinoamericanos no convergían con Washington en la política arancelaria, trataban de revivir la idea de un Banco Interamericano o pedían una ayuda especial para continuar con sus procesos de industrialización. En cambio, la delegación norteamericana abogaba por ideas netamente diferentes. Pedía reducir las barreras aduaneras, se negaba a aceptar un Banco para el continente con el pretexto de que ya se había creado un Banco Mundial, y no sólo no especificaba una ayuda especial para Latinoamérica, sino que tampoco garantizaba la exportación de productos necesarios para la región.

A la vez y paradójicamente, mientras América latina buscaba un mayor grado de mayor autonomía económica, exigía también reforzar la cooperación política y militar interamericana. Esta posición tenía una explicación lógica. Las Naciones Unidas que se proyectaban iban a ser manejadas por un Consejo de Seguridad en manos de las grandes potencias (Brasil reclamó inútilmente un lugar de miembro permanente por su participación en la guerra). El regionalismo era todavía una forma de defenderse frente a un mundo incierto. Pero la administración Roosevelt tenía aún esperanzas en un Open World, y en la continuación de un entendimiento con los soviéticos y se oponía a una alianza regional de ese tipo en el plano militar y de defensa hacia la que había tendido a ir, sin embargo, durante la guerra. Un bloque interamericano daría a los rusos la excusa de hacer lo mismo en el Este de Europa y la Guerra Fría todavía estaba lejos. Los internacionalistas en el Departamento de Estado pensaban que la influencia de Washington en territorio latinoamericano se hallaba igualmente garantizada sin crear en lo inmediato mecanismos especiales de seguridad continental.

Con la llegada de Truman al gobierno, a poco de finalizada la Conferencia de Chapultepec, la situación iba a cambiar paulatinamente, así como fue avanzando el camino hacia la Guerra Fría. En la Conferencia de San Francisco que dio origen a la ONU, la posición “regionalista” fue defendida por la delegación norteamericana, bajo la influencia de Nelson Rockefeller, Secretario Asistente de Asuntos Latinoamericanos incluyéndose en la Carta de la organización mundial una referencia a los derechos de defensa, individuales y colectivos, que autorizaba la conformación de pactos regionales. Mucho tuvo que ver también en ello un problema geopolítico: el deterioro de las relaciones norteamericano-soviéticas con respecto al destino de Europa Oriental. Y, por cierto, la idea, todavía no expresada abiertamente, de que el comunismo pasaba a ser el principal rival de EE.UU. en el mundo. En esa dirección estaba prevista, en principio para octubre de 1945, la realización de la Conferencia de Río de Janeiro, donde iba a negociarse un tratado defensivo entre los países del hemisferio americano. Sin embargo, la conferencia fue pospuesta por un pedido especial de Spruille Braden a Truman. Braden, que por entonces había reemplazado a Rockefeller en su cargo de Secretario después de haber dejado la embajada en Buenos Aires, esgrimía la imposibilidad de firmar ese tipo de compromiso con un enemigo de orientación nazi-fascista adentro del continente, como consideraba al gobierno argentino de Farrell y Perón. 5 La conferencia recién se concretaría en agosto de 1947, dando origen al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR).

De todos modos, lo más importante es que Chapultepec fue el último momento en el que los norteamericanos pensaron dar una cierta “prioridad” a América latina. Con el creciente desarrollo de la Guerra Fría y del mundo bipolar, la atención política, económica y militar de Washington iba a instalarse primero en Europa, a través del Plan Marshall para contener la “amenaza rusa”; y luego, en Japón y el sudeste asiático, para hacer frente al “peligro chino”. Sin olvidar, por supuesto, la colocación de los cuantiosos excedentes de guerra, la expansión de sus empresas y el generoso derrame de sus dólares. Todo ello se dirigía hacia un mundo necesitado al cual se privilegiaba por ser también la frontera del mundo capitalista.

Latinoamérica constituiría, hasta el triunfo de la Revolución Cubana en 1959, sólo una retaguardia, amenazada, es cierto, por movimientos nacionalistas, pero que podía ser asegurada sin muchos problemas no mediante una sustancial ayuda económica gubernamental, como la otorgada a partes vitales de Europa y Asia, sino promoviendo el flujo de capitales privados interesados en los mercados vecinos del sur. Para ello bastaba un férreo sistema de seguridad continental, en un “patio trasero” que incluiría dictaduras militares y democracias corruptas, contando con la protección o intervención de las fuerzas armadas norteamericanas.

El senador Vanderberg había expuesto anticipadamente en Chapultepec la nueva posición que se impondría en la Guerra Fría, denominada a Closed Hemisphere in an Open World (un hemisferio cerrado en un mundo abierto), en la espera de implementar pronto el Tratado correspondiente, que el renovado conflicto político con la Argentina y la política de Braden iban a demorar hasta 1947:

“Nosotros debemos aceptar, en conexión con nuestros aliados interamericanos […] la exclusiva responsabilidad por los requerimientos de toda fuerza armada que mantenga la paz y la seguridad del Hemisferio Occidental […].” 6

Volviendo hacia atrás, en la Conferencia de Yalta, hacia principios de 1945, Stalin exigió a Roosevelt que los países latinoamericanos que hasta entonces no habían declarado la guerra al Eje (eran siete en total) lo hicieran pronto, y que establecieran al mismo tiempo relaciones diplomáticas con la URSS como condición para ser considerados aliados y formar parte de las Naciones Unidas, aunque puso reparos con respecto la Argentina, a quien consideraba un país fascista. 7

En este sentido Chapultepec iba a ser un buen ejercicio para practicar lo acordado en Yalta y garantizar la presencia de todos los países latinoamericanos en San Francisco. El caso de la Argentina era sin duda especial y Nelson Rockefeller, el nuevo Secretario de Asuntos Latinoamericanos lo sabía. La Argentina estaba aislada, en una espiral de conflictos con EE.UU. que habían llegado a su punto máximo a mediados de 1944. En aquel momento Cordell Hull, partidario de una línea dura con la Argentina, era todavía Secretario de Estado y se habían retirado de Buenos Aires los embajadores de los países americanos y de Gran Bretaña. De modo que el gobierno de Buenos Aires no pudo asistir a Chapultepec. Pero con la renuncia de Hull, en noviembre de 1944, se produjo un cambio en la política norteamericana, promovido por el nuevo Secretario de Estado, Edward R. Stettinius Jr., y por Rockefeller. Interesaba ahora lograr que la Argentina acordara con las resoluciones de México, aceptara las condiciones de Yalta y se adhiriera formalmente a los países aliados. Rockefeller ya tenía en mente un mapa estratégico distinto de la geopolítica mundial, en donde el enemigo principal dejaba de ser la Alemania nazi derrotada y pasaba a ser la Rusia Soviética. Para la nueva estrategia norteamericana, el rol de América latina (incluida necesariamente la Argentina) se transformaba en un factor clave en el proceso de constitución de las Naciones Unidas.

Varias negociaciones, primero secretas y luego abiertas entre enviados de Rockefeller y el gobierno militar argentino (en particular el vicepresidente Perón), en enero y febrero de 1945, abonaron el camino para una normalización de las relaciones diplomáticas, económicas y militares entre Washington y Buenos Aires. 8

A fines de 1944, apenas asumió su cargo Rockefeller recibió un memorándum de Bob Wells, colaborador suyo enviado especialmente a Buenos Aires para analizar el panorama in situ., con el objeto de abrir posteriormente canales de negociación.

En ese documento, Wells explicaba la necesidad de mantener a la Argentina dentro del sistema panamericano y, para ello, de acordar con su gobierno la declaración de guerra al Eje, lo que le permitiría incorporarse a las Naciones Unidas.

Lo interesante de este texto es que describe con precisión los objetivos estratégicos de Washington, o al menos de la corriente que Rockefeller expresaba en ese momento. El memorándum revela la persistencia de la rivalidad entre los Estados Unidos y Gran Bretaña a pesar de la búsqueda de una línea de acción común para resolver el caso argentino. Reafirma también la idea de que el panamericanismo era una política liderada por los norteamericanos y exclusiva para el continente. Señala luego el peligro del fortalecimiento del nacionalismo en la región y sugiere, por último, la conveniencia de que la aproximación con Perón o con el gobierno argentino sea informal y no oficial, a través de un emisario enviado especialmente.

“El tiempo necesario para alinear a la Argentina puede ser de dos o tres meses […] -decía Wells-. Sin embargo, parece imposible demorar la fecha […] aunque algún esfuerzo debería hacerse a fin de transformar esta cuestión en nuestro favor: señalar el poco tiempo que [ese país] tiene para recuperar su buen nombre y ser invitada a participar en la conferencia [de Chapultepec] o al menos esperar que allí se decida que […] sea incorporado [al sistema panamericano] en esa oportunidad o en un futuro cercano. La Argentina debería participar en cualquier conferencia donde se consideren los escenarios futuros, por numerosas y obvias razones. No podemos ignorarla o excluirla de nuestros planes; es, al menos, una muy importante productora de alimentos. Si la abandonamos a través del aislamiento diplomático o político no sólo no va a sufrir demasiado, sino que seguirá progresando desde el punto de vista material, ganará autonomía y prestigio a los ojos de América latina y las ideas nacionalistas crecerán. La Argentina puede demostrar su capacidad de continuar actuando por sí sola y conseguir beneficios sin nuestra cooperación, y las empresas británicas están dispuestas a brindarle el apoyo que necesite. La combinación de estos elementos podría complicar el avance del panamericanismo y de la solidaridad hemisférica […].” 9

En cuanto a la urgencia de lograr un acercamiento con el régimen militar, en el memorándum aparece la necesidad de evitar que los ingleses tuviesen un rol protagónico, porque se trataba de un asunto “panamericano”. “El gobierno argentino siempre ha tenido la esperanza de que los ingleses, a los que consideran verdaderos amigos, les solucionen los problemas que tienen con nosotros. El gobierno y la opinión pública están convencidos de que, si Inglaterra hizo o dejó de hacer algo en el actual impasse entre Washington y Buenos Aires, fue contra sus genuinos deseos y sólo porque los forzamos a hacerlo. Nos guste o no el presente problema nos atañe sólo a nosotros. No queremos que los británicos nos saquen las papas del fuego de este lado del Atlántico y no queremos llevar a Inglaterra y Argentina a caer mutuamente en los brazos del otro, estrechando sus relaciones en el terreno político o económico como ‘verdaderos hermanos’ […]. El acercamiento más inteligente sería el informal y no el oficial. Si falla, haciéndolo con discreción no provocará ningún daño. Si resulta, será la base para una solución oficial.” 10

Ese constituyó el puntapié inicial de las negociaciones con el gobierno de Buenos Aires, que incluyeron una entrevista personal de otro enviado de Rockefeller con el vicepresidente Perón. El segundo paso fue la de­claración final de la Conferencia de Chapultepec donde se invitó a la Argentina a reincorporarse al seno de las naciones americanas después de cumplir como requisito previo la decla­ración de guerra a Alemania y Japón, lo cual se concretó el 27 de marzo de 1945. La firma del Acta de Chapultepec significó el fin del ais­lamiento diplomático argentino con el reconocimiento por parte de EE.UU., Gran Bretaña y los otros países latinoamericanos. Era el pasaje de entrada a las Naciones Unidas.

La Conferencia de San Francisco de creación de la ONU se llevó a cabo entre el 25 de abril y el 26 de junio de 1945, cuando se adoptó por unanimidad su Carta de Organización. En la sesión del 30 de abril del Comité Ejecutivo, México y Chile propusieron aprobar la admisión de la Argentina, ligándola a la de Bielorrusia y Ucrania. En esa oportunidad Molotov pidió la palabra y sostuvo que existía una diferencia entre ambos casos ya que las repúblicas soviéticas habían luchado heroicamente contra el enemigo común, mientras que, según él, la Argentina no había cesado de apoyar a ese enemigo, y que por tanto era incomprensible invitar a ese país y no a Polonia, “por lo que en el caso de que se procediera a votación, la Unión Soviética votaría contra la invitación a la Argentina”. 11 El meollo de la incorporación de Argentina a las Naciones Unidas no residía, como se supuso al principio, en el intercambio con la entrada de Bielorrusia y Ucrania, en los hechos dos repúblicas no independientes que integraban la Unión Soviética. Tuvo más que ver con el complejo juego de la admisión del gobierno polaco pro-soviético de Lublin, no aceptado por los aliados occidentales que patrocinaban a otro gobierno polaco instalado en Londres.

Por parte de Estados Unidos, su política hacia Buenos Aires estuvo conducida por Rockefeller, que se apresuró a crear un marco legal, con el apoyo de la mayor parte de los países latinoamericanos, para que la Argentina fuera finalmente admitida en San Francisco. La gestión pareció coronada por el éxito con la fir­ma del Acta de Chapultepec por parte del gobierno militar. Incluso, para asegurar la jugada, se le sugirió a éste el establecimiento de relaciones con la URSS, hecho que no llegó a concretarse en ese momento.

El ingreso argentino a las Naciones Unidas fue también un objetivo de las repúblicas latinoamericanas y en esta línea actuó el canciller mexicano Padilla. En la sesión del 30 de abril, alegó que habían sido cumplidas las condiciones impuestas: Argentina había declarado la guerra, ratificado el acta de Chapultepec y aceptado sus principios.

El Presidente de la Conferencia, Stettinius, en su calidad de presidente de la delegación de los Estados Unidos, sostuvo:
“En la reciente conferencia de México, las repúblicas americanas adoptaban por unanimidad una resolución instando a la Argentina a declarar la guerra a las potencias del Eje, y a alinear su política con las de las repúblicas hermanas en la prosecución de la guerra contra el Eje, así como firmar las actas adoptadas en la Conferencia muchas de las cuales se relacionan con la conducción de esta guerra. Las repúblicas americanas consideran que la Argentina ha satisfecho los términos de esta resolución y desean sinceramente que la Argentina se les asocie en la presente conferencia de San Francisco. Los EE.UU. comparten enteramente el deseo de las repúblicas hermanas de este hemisferio tal cual ha sido expresado esta mañana por el Dr. Padilla y nuestros otros colegas.” 12

Esta coincidencia entre los países latinoamericanos y la delegación de los Estados Unidos fue la que permitió que en la sesión plenaria que presidió el canciller británico Anthony Eden, se sometiera a votación la recomendación del Comité Ejecutivo para que los representantes argentinos sean invitados a incorporarse inmediatamente a la Conferencia. La admisión argentina fue aprobada por 31 votos contra 4, con la abstención del canciller francés Georges Bidault. Finalmente, la delegación argentina se incorporó a las sesiones actuando como jefe interino el embajador Miguel Ángel Cárcano, en lugar del canciller César Ameghino que no asistió.

Sin embargo, si el objetivo se cumplió, San Francisco significó para Rockefeller su última actuación política en este período; una victoria a lo pirro que lo obligaría a presentar su dimisión. Lo más importante para él no fue que la Unión Soviética se opusiera: el obstáculo principal se le presentaba a Rockefeller en la propia delega­ción norteamericana, que apareció dividida en cuanto a la actitud a asumir, y en el presidente Truman, quien se mostró en cierto momento dispuesto a acep­tar los argumentos de los que se oponían a la política "conciliadora" del De­partamento de Estado. Encabezados los "opositores" por Leo Pasvolsky, Subsecretario de Estado y otros funcionarios importantes como Dean Acheson, James Dunn y Archibald MacLeish, todos ellos considerados "intemacionalistas", cercanos a la línea de Cordell Hull, intentaron sin éxito, impedir el accionar del Secretario Asistente de Asuntos Latinoamericanos, quien reci­bió su principal apoyo del influyente senador Vandenberg y de otros elemen­tos conservadores. No obstante, las cartas estaban echadas y Rockefeller debería alejarse del Departamento de Estado. 13

La política de conciliación de Rockefeller también fue criticada desde la prensa norteamericana, donde las líneas más “duras” presionaban. Un ejemplo de esto, es el editorial de Arthur Krock, uno de los más influyentes formadores de opinión de la época, publicado en el New York Times el 3 de junio de 1945. El titular decía: “‘Que se le corte la cabeza’, gritan los enemigos de Stettinius”. Aunque Krock apoyaba tibiamente al secretario de Estado, notaba que muchos se le oponían por su posición de negociar con la Argentina para permitir que ésta se sumara a las Naciones Unidas. Stettinius y Rockefeller fueron llamados “arregladores” por sus amigos y “apaciguadores” por sus enemigos. Y en un mundo que recordaba bien las concesiones que en nombre de la paz Inglaterra y Francia habían efectuado a Hitler sólo siete años antes en Munich, la palabra “apaciguamiento”, o cualquier variante de ella, tenía una innegable carga negativa. 14

Los ingleses captaron bien la situación. Un informe de la delegación británica en San Francisco al Foreign Office lo señalaba: “Warren, quien es el principal asesor de Rockefeller para América latina, nunca esperó una oposición silenciosa a su movidas por mucho tiempo: especialmente la muy reservada actitud de Dunn [miembro de la delegación norteamericana] hacia la representación argentina […] muestra con bastante claridad que Hull -de quien Dunn es un hombre de confianza- no abandonó su línea política ‘dura’ (hacia la Argentina). Un grupo adicional de oposición a Rockefeller es liderado, como ya le señalé, por McLeish, cuyos ‘liberales’ movieron cielo y tierra para prevenir el reconocimiento de Argentina; pero ese intento resultó poco exitoso porque Rockefeller fue, en verdad, el instrumento del Presidente Roosevelt para llevar adelante la ‘política del buen vecino’. Ahora Roosevelt murió y resulta natural que intenten revertir lo que se hizo. Y la primera movida en esa campaña fue, como informé, el artículo de Cortesi (corresponsal de New York Times), desde Buenos Aires, que puede o no haber sido enviado con la connivencia de Braden”. 15

Aquí se ven claramente las tres líneas que jugaban en San Francisco: por un lado, la de Rockefeller, apoyando la entrada argentina en Naciones Unidas; por otro, la de dos sectores ideológicos distintos, dentro del marco de los “internacionalistas” actuando en su contra: Dunn, viejo amigo de Hull [que representaba un sector liberal conservador], y los liberales de izquierda comandados por Archibald MacLeish, diplomático y escritor con ideas cercanas a las de Henry Wallace, ex vicepresidente de Roosevelt.

Otro informe de la embajada británica señalaba: “Rockefeller y sus asesores representan esa parte de la opinión estadounidense -en su mayoría hombres de negocios y aquellos ansiosos por los mercados de posguerra como un antídoto contra el desempleo- que sienten que el hemisferio debe mantenerse junto o se hunde. Ellos desean gobiernos al Sur del Río Grande con una democracia débil pero genuina; aunque consideran que deben postergar esta meta ante el temor conjunto a la ‘anarquía’ si Rusia gana en el caso argentino. Por otro lado, los ‘liberales’ de MacLeish están determinados, con el apoyo de [los partidarios] del New Deal y de la CIO  [central sindical norteamericana en ese entonces de orientación progresista], en derrocar al actual gobierno argentino sin pensar en lo que podría suceder después; porque ven en la supervivencia de Farrell y Perón una  reanimación del fascismo, [situación] por lejos más odiosa para ellos que un gobierno de ‘izquierda’ en Buenos Aires, tal como los que desean promover en toda América latina […] En principio, creo que Rockefeller ganará […]. Para nosotros [los británicos] […] la salida más importante, sobre todo, es la continuidad [política] en Buenos Aires; de manera que podamos al menos no [correr el peligro] de tener nuestros suministros esenciales de carne y otros alimentos interrumpidos por una lucha civil o por la demanda -si gana el grupo de MacLeish- de volver a las ‘sanciones’ a la Hull”. 16* Informe de la diplomacia británica en el cual se manifestaba la preferencia por la línea seguida por Rockefeller.

Sin embargo, en Estados Unidos las críticas venían de todos lados, y la prensa liberal norteamericana fue protagonista de ellas. El Washington Post no sabía si los que se denominaban "héroes" de San Francisco, Stettinius y Rockefeller, se creían "listos o eran mera­mente cínicos". Walter Lippmann, un prestigioso periodista, predijo las "desastrosas consecuencias" de la línea adoptada. 17 Respecto a la posición de Truman, un documento de la diplomacia argentina decía; "Contrariamente al poder discrecional con que obraba Roosevelt en la dirección de la política exterior en tiempos de paz, el presidente Truman, carente de la preponderante personalidad de aquel, gobierna enteramente con el parlamento". 18 Se señalaba así su debilidad en relación a los diferentes grupos que pujaban frente al caso argentino, lo que no significaba que estuviera bien dispuesto a la perduración de la alianza de la guerra con la potencia del Este.

Acompañando la declinación de la posición de Rockefeller, hasta su renuncia en agosto, y vinculado con esa lucha interna en el Departamento de Estado y el gobierno de Washington, llegaba en mayo a Buenos Aires Spruille Braden, representando una línea opuesta. El nuevo embajador en la Argentina reemplazaría luego a su jefe, Rockefeller, como Secretario de Asuntos Latinoamericanos. La trayectoria de Braden es más conocida, aunque no en todos sus aspectos y motivaciones. Digamos que su objetivo fue la caída del gobierno liderado por Perón y luego la formación de un frente electoral que se le iba a oponer en las elecciones de 1946, con el Libro Azul y su respuesta, sintetizada en el lema Braden o Perón, incluidos. 19

Volviendo a la problemática planteada en la conferencia de San Francisco de cara a la posguerra, la relación del gobierno de Buenos Aires con Moscú, a pesar de la dura posición de Molotov en aquella oportunidad, se fue componiendo. A mediados de 1945 Perón inició contactos directos con los soviéticos, que iban a desembocar al año siguiente en el inicio de las relaciones diplomáticas.

La versión de la existencia de negociaciones secretas con la Rusia soviética coincidía con versiones periodísticas que afirmaban incluso que Juan Atilio Bramuglia sería el embajador argentino en Moscú. En un periódico mexicano, el Excelsior, se decía, además, que cinco días antes de que comenzara la Conferencia de San Francisco, el Encargado de Negocios de la Argentina en Washington, García Arias, habría visitado al Embajador soviético Gromiko; poco después se habría realizado también en San Pablo un encuentro entre representantes argentinos y soviéticos. En 1946 el mismo canciller Bramuglia explicaba en la Cámara de Diputados, en cuanto al origen del establecimiento de las relaciones argentino-soviéticas, que la iniciativa había sido del embajador ruso en Montevideo. Lo que queda claro es que hubo múltiples contactos en Brasil y en Uruguay, confirmados en su libro de memorias por el ex Subsecretario de Estado norteamericano Sumner Welles, y que esos contactos comenzaron en momentos en que la Unión Soviética adoptaba públicamente una posición hostil hacia la Argentina. 20

La elección de Perón como presidente en febrero de 1946, apuraría la llegada de una misión comercial del país del Este en mayo de ese año y en el mes de junio, sólo a dos días de su asunción presidencial se anunciaba el establecimiento de las relaciones diplomáticas, consulares y comerciales entre las dos naciones. Las posiciones anteriores de Molotov en San Francisco sonaban ahora lejanas.

El flamante gobierno peronista iría conformando su política exterior de cara a los nuevos escenarios de la posguerra. De la polaridad entre la democracia y el fascismo, y la Gran Alianza del conflicto bélico, se marchaba aceleradamente hacia la Guerra Fría y hacia un mundo bipolar. Chapultepec y las Naciones Unidas sólo constituyeron, al fin de cuentas, una bisagra entre ambas realidades.

* Este artículo forma parte de un trabajo más extenso sobre las relaciones entre Estados Unidos y el primer peronismo y del proyecto Ubacyt E-027.

** Mario Rapoport. Economista (UBA) y Dr. en Historia de la Universidad de París I-Sorbona. Investigador Superior del Conicet. Director del Instituto de Estudios Históricos, Económicos, Sociales e Internacionales (IDEHESI), Conicet-UBA. Profesor Titular Consulto de la Universidad de Buenos Aires. Profesor del Instituto del Servicio Exterior de la Nación (ISEN). Autor de numerosos libros y artículos sobre la historia económica y las relaciones internacionales de la Argentina.

Claudio Spiguel. Profesor de Historia de la UBA.Investigador del IDEHESI. Docente de las facultades de Ciencias Económicas y de Filosofía y Letras de la UBA. Profesor del ISEN. Autor de libros y ensayos sobre historia de las relaciones internacionales argentinas.

Referencias:
1 Citado en Green, David, “The Cold War comes to Latin America”, en Gardner, Lloyd, Politics and policies of de Truman administration, Quadrangle Book, Chicago, 1970, pág. 151.
2 Del Subsecretario de Estado al Embajador de Estados Unidos en México, 5/2/1945, Washington, FRUS, Vol. IX, The American Republics, 1945, pág. 83.
3 Luce, Henry R., “End of a Pilgrimage", Time, 10 de marzo de 1967.
4 David Harvey, The New Imperialism, Oxford University Press, Nueva York, 2003, pág. 50.
5 Sobre las motivaciones y la política de Braden hacia la Argentina y en especial hacia Perón ver Rapoport, Mario y Claudio Spiguel, Relaciones tumultuosas. Estados Unidos y el primer peronismo, Emecé, Buenos Aires, 2009.
6 Citado en Green, D. (1970), op. cit. pág. 166.
7 Cf. Byrnes, James F., Speaking Frankly, Harper & Brothers, Nueva York, 1947.
8 Ver a este respecto Rapoport, M. y C. Spiguel, (2009), op. cit., Allí se describen en detalle las misiones enviadas por Rockefeller y las entrevistas con Perón.
9 Bob Wells a Rockefeller, 22/12/1944, Rockefeller Archive Centre, Washington, Memorándum manuscrito secreto.
10 Idem ibidem. Sobre las divergencias entre Washington y Londres, ver los telegramas de Churchill y Roosevelt y las posiciones del Foreign Office frente a la presión norteamericana, en Rapoport, Mario, ¿Aliados o neutrales? Argentina frente a la Segunda Guerra Mundial, Eudeba, Buenos Aires, 1988.
11 Cf. Spinosa, Carlos A., Ingreso de la Argentina a la Organización de las Naciones Unidas, Universidad de Belgrano, Buenos Aires, 1984, págs. 2-4.
12 Cf. Documents of the United Nations. Conference on International Organization, San Francisco, 1945.
13 FRUS, United Nations Conference, 1945, Vol. I, Washington, 1967, págs. 386 y ss., 410 y ss. y 500-501.
14 Friedman, Jack E., Los malos vecinos, Ed. Centro de Estudios Históricos Prof. Carlos S. A. Segreti, Córdoba, 1999, pág. 138.
15 Delegación de Reino Unido a Victor Perowne, Nueva York, 7/6/1945, FO., AS3119.
16 Idem ibídem.
17 Collier, Peter y Horowitz, David, The Rockefellers, An American Dinasty, New American Library, Nueva York, 1976, pág. 238.
18 Ibarra García, Washington, 2/9/1945, AMREC, EEUU, Expediente 9, 1ra. parte, 1945.  Cf. Levesque, Jacques, L’ URSS et sa politique internationale de 1917 à nos jours, Armand Colin, Paris, 1980. pág. 122. La explicación de su conducta en los primeros meses de su gobierno se explica, sin duda, por su menor peso político.
19 Ver Rapoport, M y C. Spiguel (2009), op.cit., Capítulo 7 “Braden o Perón, dos en el ring”.
20 Cf. Excelsior, México, 27/3/1946; Welles, Where are we heading? Harper & Brothers, Nueva York,1946, págs. 211-214.  Diario de Sesiones, Honorable Cámara de Diputados de la Nación, 4/9/1946, pág. 849. Cf. Rapoport Mario, El Laberinto Argentino. Política internacional en un mundo conflictivo. Eudeba, Buenos Aires, 1997, págs. 174-176

Nota: publicado en Ágora Internacional, Vol. 4, N° 8, 2009.